lunes, 10 de octubre de 2011

MYKONOS

Hay domingos por la tarde que son una mie***. Una semana más que ha terminado y otra que viene por delante.. Y tú ahí, mirando por la ventana y viendo el día pasar con las maletas preparadas tras la puerta.

Pero otros domingos…los rayos de sol de una tarde de otoño rozan tu cara, y cierras los ojos. Por un segundo eres capaz de oír el sonido del campo, del viento, de los pájaros. Te acomodas a la orilla del camino, sobre la hierba seca, y ves como atardece a tus espaldas, cómo el sol cubre de una gama de naranjas y marrones toda la sierra. Y piensas que serías capaz de vivir ahí solo por pasar todos los atardeceres de tu vida sintiendo la tranquilidad que solo él te puede dar. Sin embargo llega la noche, y el mismo campo se encarga de alejarte de sus entrañas y devolverte al mundanal ruido de la ciudad.

Es curioso pensar cuánto puedes llegar a amar el lugar del q vienes y donde te has criado, donde has crecido. Al fin y al cabo, al vivir en un pueblo es inevitable crecer libre por el campo. Supongo que te das cuenta de ello cuando quieres y eres capaz de compartir esos momentos con alguien. Porque es como abrir tu corazón y decir: “soy el atardecer a tu espalda, las espigas sobre las que te acuestas, el pájaro que revolotea entre los árboles y el eucalipto escondido entre los pinos”. Conoces el lugar como la palma de tu mano, porque ese sitio eres tú y cada elemento una etapa de tu vida.

Pasamos la vida queriendo salir, volar, cambiar. Y de repente te das cuenta de que todo lo que necesitabas está ahí… Quizá demasiado tarde porque te hubieras ahorrado muchas paranoias mentales. Pero a la vez pronto porque sabes todo lo nuevo que te queda por delante.

Puede que me haga una casa en el campo y me dedique a cultivar lechugas y tomates…

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